Tras pasar la noche en el hotel cápsula y después de empezar el día con media hora de baños tradicionales japoneses (onsen) emprendimos el camino hacia la estación de tren de Osaka-Namba donde nos montaríamos en un tren rumbo a la montaña de los templos, Koya-san.
De camino a la estación pudimos degustar otro de los típicos platos de Osaka, el takoyaki. Se trata de unas bolitas hechas con masa como de crèpe (o frixuelu pa los asturianos) y rellenas de pulpo. Sin duda una buena forma de empezar el día.
Una vez llegamos a Koya-san lo primero que hicimos fue ir a dejar nuestras maletas al lugar donde pasaríamos la noche. Koya-san tiene unos 170 templos y muchos de ellos han habilitado habitaciones para que los turistas hagan noche en ellos, así que esta era una oportunidad que no podíamos dejar escapar, dormir con los monjes budistas.
Al llegar al templo nos guardaron nuestras pertenencias ya que la habitación no estaría lista hasta las 3 de la tarde. El monje que nos recibió nos invitó a que fuésemos a visitar el pueblo y volviésemos a las cinco de la tarde para unirnos a ellos en sus 40 minutos diarios de meditación.
Así pues, sin más dilación, emprendimos el camino para visitar el pueblo. Koya-san está dividido en dos áreas principales: el pueblo en sí, donde se pueden visitar multitud de templos y el cementerio, uno de los cementerios tradicionales más grandes de Japón, donde el fundador de la principal secta budista de Koya-san está enterrado y todos los fieles quieren que una parte de su cuerpo venga a parar aquí para estar en primera línea cuando el nuevo Budha venga al mundo.
Tras visitar el mausoleo de los Tokugawas, nos dirigimos al complejo más importante de la zona, el templo de Komgobuji formado por un gran hall y alguna pagoda colindante. Además está rodeado de preciosos jardines zen que hacían que pasear por allí fuese una experiencia extremadamente relajante.
Tras caminar por los interiores del templo fuimos a parar a la gran sala de té donde unas amables señoras ofrecían a los visitantes una taza de té y una galletita para que lo tomásemos sobre el tatami.
Tras visitar el templo y comer nuestro primer sushi japonés sentados en un banco de sus alrededores emprendimos el camino hacia el cementerio, más o menos un kilómetro hacia las afueras del pueblo.
El cementerio es realmente espectacular, cubre prácticamente toda la colina y está emplazado en medio de un bosque de cipreses. Caminamos por él hasta llegar al templo donde reposan los restos de Kūkai, fundador de la secta budista Shingon.
Para cuando llegamos a lo alto de la colina ya amenazaba con oscurecer por lo que decidimos emprender el camino del vuelta al templo que nos alojaría.
Al llegar nos dirigimos a la capilla donde tendría lugar la meditación, y allí el monje que llevaba el templo nos explicó como llevarla a cabo. Según él todo se basaba en una correcta respiración y en intentar comprender que el ser humano y la tierra son uno. La meditación duró los 40 minutos que la barra de incienso que encendió tardó en quemarse. Tras esto la cena estaba servida.
La cena fue otra de las grandes cosas del día. Los monjes Shingon son veganos por lo que no pueden comer nada que tenga ni haya sido obtenido de animales. Cada comensal tenía dos bandejas llenas de platos pequeñitos consistentes en arroz, tofu, algas, vegetales o frutas. Todo estaba delicioso.
Después de cenar nos fuimos a nuestra habitación tradicional japonesa y nos enfundamos el yukata para saltar al futon y pasar la noche entre las paredes de papel!
Yo no entiendo la filosofía budista (no sé nada de ella, ni de sus arbolitos zen), pero cuando dejas a un lado necesidades propias de la sociedad de la información, y te fundes con la naturaleza, y disfrutas con cada planta y cada libélula… eres realmente feliz (lo cual está garantizado si eres sabio). Eso sí, con reproductor de mp3, y olvidándose del taparrabos, que para algo evolucionamos un poco (aunque involucionamos más jeje).
Me gustaMe gusta